domingo, 24 de julio de 2016

Silicona, minifaldas y turismo sexual



“Cada una va a decir su nombre y algo que sepa hacer mejor que nadie”, fue la instrucción de la facilitadora para la dinámica de presentación. Una de las mujeres levantó el brazo, dijo su nombre sonriente “…y lo que sé hacer muy muy bien es sexo oral, jajaja. Eso dice mi novio”.

Ninguna mostró sorpresa, pero sin duda esa afirmación orgullosa ante un grupo de mujeres de distintos países, algunas desconocidas hasta entonces, resultaba sorprendente y, a mi juicio, un signo más de cómo la sexualidad es vivida e interpretada de otro modo en Colombia. O, al menos, en Antioquia.

Al viajar, lo que más llama la atención es lo diferente, lo que se sale del contexto del que una procede. En mi caso vengo de dos contextos, así que me sale una triangulación extraña.

La sexualidad en la capital paisa es más palpable, más visible, de lo que se presume más. Los vestidos y las minifaldas que en El Salvador me reservaba para la playa por incomodidad y a veces miedo ante el acoso callejero, en Medellín puedo usarlos tranquilamente. Hay acoso, más que en la península ibérica, pero mucho menos que en el país centroamericano. Las mujeres usan escotes, transparencias, pantalones cortos y minifaldas con asiduidad.

La cantidad de operaciones estéticas en senos, labios y nalgas es muy llamativa. Dicen que son herencia de la cultura narco (“traquetera”).

La sexualidad de la mujer colombiana se ha vendido al punto de que el turismo sexual está normalizado. He visto a trabajadoras sexuales de apenas 20 años quedándose más de una semana en hostales de mochileros. Compartían habitación con sus clientes y con la hija de una de ellas, de apenas 3 años. Nadie parecía alarmarse.

Hablar de sexualidad es hablar de mujeres. De sus libertades y sus miedos, de lo que se hace y está normalizado y lo que supone un riesgo para su integridad personal.

Esta hipersexualización lleva a que haya que tener mucho cuidado con las niñas. Aquí, a una niña de 11 años no se la deja recorrer sola las cinco cuadras que separan la estación de metro de su casa por miedo a que la desaparezcan. Todos los años se esfuman varias niñas de los barrios de Medellín, generalmente de los populares. Se presume que acaban siendo explotadas sexualmente, aunque tampoco se sabe cuántas, en realidad, huyeron del hogar, ni cuántas han sufrido agresiones sexuales en ese ámbito.

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