“Cada una va
a decir su nombre y algo que sepa hacer mejor que nadie”, fue la instrucción de
la facilitadora para la dinámica de presentación. Una de las mujeres levantó el
brazo, dijo su nombre sonriente “…y lo que sé hacer muy muy bien es sexo oral,
jajaja. Eso dice mi novio”.
Ninguna
mostró sorpresa, pero sin duda esa afirmación orgullosa ante un grupo de
mujeres de distintos países, algunas desconocidas hasta entonces, resultaba
sorprendente y, a mi juicio, un signo más de cómo la sexualidad es vivida e
interpretada de otro modo en Colombia. O, al menos, en Antioquia.
Al viajar,
lo que más llama la atención es lo diferente, lo que se sale del contexto del
que una procede. En mi caso vengo de dos contextos, así que me sale una
triangulación extraña.
La
sexualidad en la capital paisa es más palpable, más visible, de lo que se
presume más. Los vestidos y las minifaldas que en El Salvador me reservaba para
la playa por incomodidad —y a veces miedo— ante el acoso callejero, en Medellín puedo usarlos
tranquilamente. Hay acoso, más que en la península ibérica, pero mucho menos que
en el país centroamericano. Las mujeres usan escotes, transparencias,
pantalones cortos y minifaldas con asiduidad.
La cantidad
de operaciones estéticas en senos, labios y nalgas es muy llamativa. Dicen
que son herencia de la cultura narco (“traquetera”).
La
sexualidad de la mujer colombiana se ha vendido al punto de que el turismo
sexual está normalizado. He visto a trabajadoras sexuales de apenas 20 años quedándose
más de una semana en hostales de mochileros. Compartían habitación con sus
clientes y con la hija de una de ellas, de apenas 3 años. Nadie parecía
alarmarse.
Hablar de
sexualidad es hablar de mujeres. De sus libertades y sus miedos, de lo que se
hace y está normalizado y lo que supone un riesgo para su integridad personal.
Esta
hipersexualización lleva a que haya que tener mucho cuidado con las niñas.
Aquí, a una niña de 11 años no se la deja recorrer sola las cinco cuadras que
separan la estación de metro de su casa por miedo a que la desaparezcan. Todos
los años se esfuman varias niñas de los barrios de Medellín, generalmente de
los populares. Se presume que acaban siendo explotadas sexualmente, aunque
tampoco se sabe cuántas, en realidad, huyeron del hogar, ni cuántas han sufrido
agresiones sexuales en ese ámbito.
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