En Bogotá me intentaron asaltar tres jóvenes.
Les calculo unos 19 años. Tuve suerte. La gente que conoce la capital
colombiana coincidió en que lo que me ocurrió es normal teniendo en cuenta dónde
me metí. Al parecer, el barrio Las Cruces no es el más recomendable del centro
bogotano
Pero más me llamaron la atención los
comentarios de varias amistades de Medellín. "Eso aquí no te habría
pasado", "Aquí es más fácil que te maten que que te roben".
Impactante, ¿no?
Al parecer, en Medellín la delincuencia está
bastante organizada. Está prohibido robar. O más bien asaltar. Pueden fingir
que algo se les cayó o bloquearte la salida del metro y aprovechar para tomar
tu cartera o celular sin que te des cuenta. Eso es otra cosa. Pero asaltarte
es raro.
El escenario de actores que generan
violencia en la ciudad es cuantioso y diverso. Hay bandas criminales a las que
llaman bacrim o combos y se dice que los grupos paramilitares siguen operando. La
criminalidad parece estar tan consolidada que se habla de un "pacto del
fusil", un acuerdo en el que todos ganan. En algunos barrios —sobre todo en los más populares— existen fronteras invisibles, áreas de control. Viven de la venta de droga y de las
"vacunas" (extorsiones) a los negocios formales e informales, pero
reduciendo el ruido mediático, la violencia social.
Por supuesto, este pacto no
tiene ningún sentido si no median las fuerzas del orden, si la policía no
consiente y, muy probablemente, se lleva
su parte.
Todo esto en una ciudad donde todo el mundo recuerda el sonido de las bombas de los 90. Dicen que hubo un tiempo en el que no pasaban 10 días sin que estallara una en algún lugar de la ciudad. El sicariato, matar a alguien a cambio de dinero, era algo a lo que se dedicaba mucha gente. Sobre todo, hombres jóvenes. La imagen de dos hombres en moto, la época del cártel.
Todo esto en una ciudad donde todo el mundo recuerda el sonido de las bombas de los 90. Dicen que hubo un tiempo en el que no pasaban 10 días sin que estallara una en algún lugar de la ciudad. El sicariato, matar a alguien a cambio de dinero, era algo a lo que se dedicaba mucha gente. Sobre todo, hombres jóvenes. La imagen de dos hombres en moto, la época del cártel.
La escultura El Pájaro, de Fernando Botero, estalló en junio de 1995 dejando 22 muertos. |
He conocido a personas que se exiliaron en aquel
periodo. Los 80 y los 90 debieron ser invivibles para mucha gente y si tanta
otra sobrevivió al pánico es por la formidable capacidad del ser humano para
adaptarse. Un amigo me contó que hasta a las bombas se acostumbraron los
paisas. A oírlas. A alegrarse de haberse ido de aquella plaza antes de que
aquel pájaro de metal explotara.
Ahora se camina por las calles de
Medellín, según las horas y la zona, pero más que en otras ciudades de la
región. No obstante, quedan signos que muestran la violencia que se vivió, la
que sigue latente. Por ejemplo, en el lenguaje, clave para entender una
sociedad. Cuando la violencia se torna habitual, las formas de expresarla
también pierden su rudeza. Aquí no se asesina, no se acribilla, se le “da bala”
a alguien. No hay lugares donde secuestran, torturan y descuartizan a seres
humanos, hay “casas de pique”. Pique, si, de picar. Carne picada. En mi
imaginario de española solo alude a comida.
Las extorsiones, las fronteras y los acuerdos son
comunes en las bandas criminales y en las estructuras mafiosas. Las pandillas
centroamericanas operan de un modo similar, salvando las distancias. Me dicen
que la ciudad de la eterna primavera es más segura que la capital salvadoreña
de la que vengo. Puede que datos como el número de homicidios apunten hacia ahí
pero, de momento, el fenómeno de la violencia con tantos actores y lógicas
distintas me resulta aquí más complejo y, por tanto, más impredecible.
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