lunes, 27 de junio de 2016

La compleja violencia de Medellín



En Bogotá me intentaron asaltar tres jóvenes. Les calculo unos 19 años. Tuve suerte. La gente que conoce la capital colombiana coincidió en que lo que me ocurrió es normal teniendo en cuenta dónde me metí. Al parecer, el barrio Las Cruces no es el más recomendable del centro bogotano
Pero más me llamaron la atención los comentarios de varias amistades de Medellín. "Eso aquí no te habría pasado", "Aquí es más fácil que te maten que que te roben". Impactante, ¿no? 
Al parecer, en Medellín la delincuencia está bastante organizada. Está prohibido robar. O más bien asaltar. Pueden fingir que algo se les cayó o bloquearte la salida del metro y aprovechar para tomar tu cartera o celular sin que te des cuenta. Eso es otra cosa. Pero asaltarte es raro. 
El escenario de actores que generan violencia en la ciudad es cuantioso y diverso. Hay bandas criminales a las que llaman bacrim o combos y se dice que los grupos paramilitares siguen operando. La criminalidad parece estar tan consolidada que se habla de un "pacto del fusil", un acuerdo en el que todos ganan. En algunos barrios sobre todo en los más populares existen fronteras invisibles, áreas de control. Viven de la venta de droga y de las "vacunas" (extorsiones) a los negocios formales e informales, pero reduciendo el ruido mediático, la violencia social. 
Por supuesto, este pacto no tiene ningún sentido si no median las fuerzas del orden, si la policía no consiente  y, muy probablemente, se lleva su parte.

Todo esto en una ciudad donde todo el mundo recuerda el sonido de las bombas de los 90. Dicen que hubo un tiempo en el que no pasaban 10 días sin que estallara una en algún lugar de la ciudad. El sicariato, matar a alguien a cambio de dinero, era algo a lo que se dedicaba mucha gente. Sobre todo, hombres jóvenes. La imagen de dos hombres en moto, la época del cártel.
La escultura El Pájaro, de Fernando Botero, estalló en junio de 1995 dejando 22 muertos.
He conocido a personas que se exiliaron en aquel periodo. Los 80 y los 90 debieron ser invivibles para mucha gente y si tanta otra sobrevivió al pánico es por la formidable capacidad del ser humano para adaptarse. Un amigo me contó que hasta a las bombas se acostumbraron los paisas. A oírlas. A alegrarse de haberse ido de aquella plaza antes de que aquel pájaro de metal explotara. 
Ahora se camina por las calles de Medellín, según las horas y la zona, pero más que en otras ciudades de la región. No obstante, quedan signos que muestran la violencia que se vivió, la que sigue latente. Por ejemplo, en el lenguaje, clave para entender una sociedad. Cuando la violencia se torna habitual, las formas de expresarla también pierden su rudeza. Aquí no se asesina, no se acribilla, se le “da bala” a alguien. No hay lugares donde secuestran, torturan y descuartizan a seres humanos, hay “casas de pique”. Pique, si, de picar. Carne picada. En mi imaginario de española solo alude a comida.

Las extorsiones, las fronteras y los acuerdos son comunes en las bandas criminales y en las estructuras mafiosas. Las pandillas centroamericanas operan de un modo similar, salvando las distancias. Me dicen que la ciudad de la eterna primavera es más segura que la capital salvadoreña de la que vengo. Puede que datos como el número de homicidios apunten hacia ahí pero, de momento, el fenómeno de la violencia con tantos actores y lógicas distintas me resulta aquí más complejo y, por tanto, más impredecible.

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