La rutina
campesina se vio interrumpida cuando tropas del ejército recorrieron la vereda.
Siete hombres fueron entresacados. Antonio tenía 16 años cuando vio cómo dos de
sus tíos eran tachados de guerrilleros y
tiroteados.
“Ver y
callar. La voz del silencio. Porque somos los que mandamos y nosotros hacemos
lo que nos parece”, les escupió un teniente cuando reclamaron que los ultimados
eran meros campesinos.
Posteriormente
aparecieron las Defensas Civiles Campesinas, que decían haber surgido para
proteger sus tierras. A Antonio le conminaron a que caminara con ellos so pena
de acabar con su vida.
―Yo no soy de
guerra, yo soy campesino―, contestó.
Logró
escapar, no así su padrastro.
Ante la creciente
presencia de tropas legales e ilegales, varias decenas de personas marcharon en
busca de un lugar tranquilo donde vivir, pero el área se había convertido en un
hervidero de grupos armados y tampoco hallaban tierras con las que subsistir.
Él y su madre
decidieron probar suerte en la ciudad. Antonio encontró trabajo en la
construcción, pero en poco tiempo lo identificaron como el sobrino de los tíos
guerrilleros. Estaba marcado. Aunque buscaba el modo de llevar una vida trabajando
al margen de todo conflicto, el destino parecía empeñado en contrariarlo.
Volvió a huir,
esta vez solo, a una zona rural. La confrontación armada le perseguía, o tal
vez se había tornado omnipresente. Tropezó con las Autodefensas de Carlos
Castaño, uno de los cabecillas máximos del paramilitarismo.
―Yo no soy de
la guerra―, insistió.
― Va a tener
que ser a las buenas o a las malas.
Sonó a
maleficio. Y se cumplió. Un día Antonio decidió acercarse a un señor que sabía
tenía relación con la guerrilla que operaba en la zona. Le dijo que quería
hablar con ellos y le dieron cita.
Antonio tiene
un sinnúmero de alegatos a favor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia. “Allá no lo obligan. Primero le explican”, enfatiza contra quienes
aseguran que el reclutamiento forzado es habitual en las filas de las FARC.
Cuenta que le pusieron un requisito antes de decidirse, que pasara tres meses
en un campamento.
La decisión
estaba tomada: “Muramos por algo porque mi familia murió por trabajar”. Con
este pensamiento, Antonio pasó en 1991 a integrar las filas de la guerrilla más
grande del continente.
En ese tiempo
formó una familia que nada sabía de su vida de guerrillero. Su esposa le creyó
cuando le dijo que trabajaba como jornalero en una finca donde ella no le podía
acompañar. Él iba a visitarla cada tanto tiempo y le mandaba dinero para el
sostenimiento de los dos hijos que la pareja tuvo.
En uno de los
combates le alcanzaron algunas esquirlas de granada en una pierna. Esta
dolencia le perseguiría el resto de su vida y fue el motivo por el que le dieron
permiso para retirarse. Tras casi dos décadas de lucha, regresó a la ciudad.
Antonio llegó
a vivir con su familia y a trabajar en la construcción. Pero un día una gran
cantidad de agentes ―habla de 80― irrumpieron en su casa, le encañonaron frente
a su esposa e hijas y lo llevaron detenido. Cuenta que aquella escena provocó ataques
de pánico a su hija.
Acusado de
rebelión, le ofrecieron soltarle a cambio de información.
―Yo no
entrego, no soy un bandido―, replicó.
Tras cuatro
meses preso, lo soltaron por falta de pruebas, pero lo detuvieron nuevamente y
lo condenaron a 6 años.
En la cárcel
sufrió más que en el monte. Su pierna empeoró y llegaron a plantearle
amputársela. Acusa a la jueza que llevó su caso de no apiadarse de él y de
colocar a su familia en una situación de vulnerabilidad, puesto que al detenerle
con tal dispositivo, los paramilitares reaccionaron hostigando a su familia.
Estando encarcelado,
Antonio tuvo que admitir el engaño a su mujer. Se confesó revolucionario y le dijo
que era libre de aceptar su condición y perdonarlo o dejarle. Él no le
reprocharía nada y seguiría manteniendo a sus hijos. Ella decidió disculparlo.
Por su estado
de salud, lo indultaron cuando iba a cumplir dos años cautivo. Pero su vida no
mejoró sustancialmente. Él y su familia están siendo acosados por bandas paramilitares.
Muestra algunas de las hojas que le han llegado con amenazas.
Una de las notas recibidas por Antonio. |
Tuvo que sacar a su hija de la institución educativa donde
estudiaba porque la llamaron a ese centro. “Niña, nosotros sabemos que usted es
hija del señor Antonio. Si no se va, los vamos a matar”. Cuenta que ha llevado su queja a La Habana porque lo
que le está pasando a él puede ocurrirle a quienes están próximos a
desmovilizarse.
Acudió a una institución gubernamental que
le sugirió que se fuese a la capital, algo que rehusó. “¿Es que no
estamos pues en un proceso de paz? Si nosotros vamos a salir de la selva a producir en el país, a dar ideas en el
país, a ayudar a la comunidad y tenemos que irnos a meternos a un hotel a
Bogotá, entonces, ¿qué paz estamos haciendo?”
Pidió que le ayudaran a rehacer su vida en
una zona rural. Cambió su lugar de residencia, pero las amenazas continuaron.
Le persiguen. Nuevamente se siente acorralado.
“Yo no tengo libertad, no tengo tranquilidad, llevo seis
meses luchando para sacar a esta familia adelante y no me dejan”. Subraya que
no quiere guerra porque solo trae muerte y destrucción a todas las partes.
Cuando le pregunto por las acusaciones
hacia las FARC, por las atrocidades que se atribuyen a este grupo armado,
Antonio muestra la fe sin fisuras de un creyente: “Yo le digo (que) sí
hay violaciones, pero son bloques. Bloques que desobedecen la conducta a
aplicar. Es lo mismo que en las zonas militares”. Asegura que ni su persona ni
nadie con quien él luchó durante esos 20 años codo con codo cometieron ningún
tipo de atropello a los derechos humanos o a la población civil.
―¿Nunca han matado a civiles? ―, insisto.
―No. Yo nunca llegué a hacer eso.
Siempre paramilitares y ejército. La guerra con los que estábamos combatiendo.
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